De cuotas de “género” y del valor del trabajo: el error contumaz de la perspectiva podemizada.

Hace unas pocas semanas (30 de julio de 2020), las ministras de Igualdad y de Trabajo, en paradójica contradicción con la presunta función de sus ministerios (pues ni fomentan la igualdad ni propician el trabajo), firmaban con representantes de los sindicatos amigos el “Acuerdo por la igualdad efectiva entre mujeres y hombres en el trabajo” y señalaban al alimón lo siguiente:

«Queremos trabajo decente, queremos plena igualdad. Queremos derechos laborales y seguridad en el empleo. Queremos retribuciones justas. Ponemos de nuestra parte, desde el diálogo, para que esas justas reivindicaciones del feminismo y las trabajadoras de este país estén hoy más cerca que ayer”.

… avanzando la promulgación de un Reglamento para la igualdad retributiva que establece para todas las empresas de más de 50 “trabajadoras y trabajadores” la obligación de tener un registro retributivo para advertir si existe hipervaloración o infravaloración del puesto según el género. Las empresas deberán elaboran un plan de igualdad y realizar una auditoría retributiva, es decir, un diagnóstico de la situación retributiva y un plan de acción para corregir diferencias y prevenirlas.

El anuncio produce de nuevo al contribuyente no podemizado dos sensaciones distintas pero no excluyentes: sorpresa y temor. Lo último porque pone de manifiesto que, contra todo pronóstico lógico, dos personas perfectamente indocumentadas y sectarias pueden llegar a ocupar tan altas magistraturas del Estado, con poder normativo y sancionador (y con capacidad de gasto, que casi es peor). Lo primero porque evidencia que lo que Jean François Revel llamaba la “resistencia a la información” con frecuencia prevalece incluso en los ámbitos donde debería prevalecer lo contrario (ingenua suposición, ya se sabe, pero imperativo categórico para analizar el mundo de la racionalidad burocrática). Esta gente parece impermeable a todo el conocimiento acumulado sobre la discriminación laboral y el valor del trabajo. Simplemente les resbala sobre su coriáceo revestimiento ideológico (y/o sus particulares intereses personales, que algo de esto también hay) y siguen incurriendo en los mismos errores de diagnóstico y las mismas recetas fallidas para alcanzar unas metas por lo demás discutibles (y discutidas).

La discriminación laboral y la discriminación salarial por razón de sexo (“de género”, como ahora se dice impropiamente) en el mundo empresarial español contemporáneo es una manida tesis izquierdista que necesita ser demostrada empíricamente, porque ni la teoría económica ni los datos disponibles permiten sostenerla. La discriminación salarial por razón de sexo consiste en pagar menos a las mujeres trabajadoras por el mero hecho de ser mujeres, fenómeno que contradice palmariamente la ley de la oferta y la demanda y que se produce, por lo que sabemos, solo en muy exigua medida: la tantas veces denunciada brecha salarial entre los trabajadores de ambos sexos se explica, en más de un 95% según la metodología econométrica de tipo Oaxaca-Blinder, por factores no sexuales (tipo de trabajo, horarios, peligrosidad, etc.), como se apunta aquí, y afecta a menos del 1% de las trabajadoras según la metodología de detección por muestreo de la propia Inspección de Trabajo, como se demuestra de manera fehaciente y probablemente definitiva aquí.

La discriminación laboral consiste en circunscribir a las trabajadoras a ciertos tipos de ocupación, de manera que se les limitan sus capacidades de desempeño y se les constriñe en ámbitos laborales socialmente determinados, relacionados sobre todo con el cuidado a las personas y las tareas asistenciales, lo cual les impide alcanzar posiciones de mayor prestigio y poder y lograr salarios más elevados (fenómeno que estaría relacionado con el de la discriminación salarial). Esta tesis presenta el problema de que desprecia la libertad y la capacidad de decisión de las mujeres y los hombres a la hora de elegir en qué se forman y en qué trabajan, concediendo al entorno social la exclusiva causalidad de los comportamientos de las personas, sin que factores como las motivaciones subjetivas de los individuos o sus propias aptitudes jueguen papel alguno. De manera que si Irene estudió Psicología y se dedicó a la comunicación social, por ejemplo, ello no se debió a que a la chica en cuestión le interesaban los resortes de la mente humana y los procesos de interacción social y se veía capacitada para emplearse en estos asuntos, sino a que sus papás, sus amigos, sus maestros, sus vecinos y el mundo en general, transido de heteropatriarcado, ya se sabe, le condujeron, imperceptible pero inexorablemente, a optar por esos saberes y ocupaciones y a creerse, pobre irreflexiva, que ese era su destino manifiesto. Según esta tesis socio-constructivista, eso mismo les habría ocurrido a todas las otras chicas en nuestro país y en nuestros días, sin perjuicio del igualitarismo dominante, la perspicaz bondad de sus padres, las costumbres sociales contemporáneas y todas las leyes que persiguen la discriminación de las personas por razón de sexo. El hecho de que cientos de miles de chicas se hayan formado en disciplinas científicas y desempeñen oficios tecnológicos, sin impedimento alguno, y que la inmensa mayoría manifieste que estudió lo que estudió y se dedica a lo que se dedica porque quiso, consciente y libremente, es un misterio inextricable que, inopinadamente, no alcanza a poner en tela de juicio la indiscutible verdad revelada de que las mujeres están discriminadas laboralmente. Los casos de mujeres abogadas, médicos, ingenieras, periodistas y psicólogas a las que se les pregunta por qué se desempeñan en estos oficios y dicen que así lo escogieron, que les gustan y que se realizan en ellos responden al mismo fenómeno acontecido en la “vanguardia del proletariado”: son esos pocos sujetos que a pesar de la generalizada “falsa conciencia” habían logrado alcanzar el nivel de la “conciencia de clase”, estado iluminado de la mente que, a ellos sí, les permitía apreciar la estructura de dominación que subyugaba a la clase obrera -y dirigirla hacia su liberación, mire usté qué casualidad. De manera que si Irene es una psicóloga eficiente y disfruta con su trabajo y gana un buen dinero, no es un caso de chica alienada por el patriarcado, sino que es una mujer autoconsciente que proyecta su verdadera personalidad y elige con libertad su destino (por eso, eventualmente, se dedica a la política y conduce a las otras mujeres hacia la liberación integral), pero si Alicia ha estudiado Enfermería y trabaja en un hospital de la Cruz Roja, es evidente que sus elecciones formativas y ocupacionales están socialmente determinadas y no expresan su auténtico ser, pues de otro modo no habría optado por estudios y tareas que están socialmente asignadas a las mujeres, inmersos como estamos en una asfixiante estructura de dominación patriarcal (el caso de Laura, que es ingeniero de telecomunicaciones en la AEE/ESA, es demasiado complicado para manejarlo en una argumentación en clave podemizada). Por supuesto, las chicas de administración, ventas, estética, escuelas infantiles y demás ocupaciones característicamente feminizadas, son casos extremos que obviamente ponen de relieve hasta qué punto las mujeres están discriminadas laboralmente al ocuparse en tales tareas.

Sin embargo, el análisis detenido de las pautas formativas y laborales de las mujeres en nuestro país en lo que va de siglo, en un contexto social, cultural, familiar, económico, empresarial y legal manifiestamente igualitario, ofrece un panorama que difícilmente puede atribuirse solamente al influjo de una sociedad patriarcal. 

Los patrones educativos y laborales hallados en una investigación sociolaboral como esta que referenciamos aquí están conectados congruentemente y muestran que los comportamientos de hombres y mujeres en estos ámbitos poseen dos rasgos fundamentales: son variados dentro del mismo sexo y son diferentes entre ambos sexos y lo son durante un tiempo suficientemente largo como para descartar el efecto del azar. Esta estructura comportamental puede explicarse en términos meramente “sociológicos” (argumentando que expresa solo una construcción social) o en otros términos, de manera excluyente o complementaria. Apostar por una explicación meramente constructivista ignora las abundantes pruebas aportadas por la psicología, las neurociencias y la etología humana que permiten explicar el comportamiento de las personas en clave no estrictamente sociológica. El comportamiento diferencial de los individuos en función de su sexo sigue siendo apreciable en muchos aspectos y, aunque puede argüirse que ello es debido a que los condicionantes sociales no han desaparecido totalmente y siguen ejerciendo un efecto sobre las personas (por ejemplo, sobre las mujeres cuando deciden su formación y se orientan laboralmente), los diferentes perfiles actitudinales y comportamentales mostrados parecen tan sólidos y persistentes que cabe dudar de que sean exclusivo producto de los contextos sociales (que exhiben una variación considerable). Véase por ejemplo el perfil de las opciones de estudios universitarios y de ocupaciones laborales de las mujeres españolas en los últimos veinte años que se muestran en los gráficos siguientes y se podrá apreciar el fenómeno aludido.

Tasa de mujeres en distintas actividades laborales 2002-2019

Tasa de mujeres en distintos estudios universitarios 1985-2018

En vista de estas evidencias, la pretensión de nuestras ministras (por cierto, ¿serán ministras de esto por sobredeterminación sociocultural o es porque les gusta y creen que ellas lo valen?) de fijar cuotas “de género” (es decir, efectuando una discriminación por sexo) para las ocupaciones y de obligar a la equiparación salarial de las personas de distinto sexo, despreciando la estimación del valor añadido de cada puesto y desempeño en la empresa y, en definitiva, de su utilidad marginal (es decir, practicando otra discriminación por sexo), que es lo que determina en último término el valor de mercado de su trabajo, es un perfecto despropósito, carente de fundamento técnico-científico, que solo obedece a razones de orden político-ideológico. En un contexto de grave crisis económica como el actual, con miles de empresas destruidas por la inactividad obligada por la pandemia y con muchas miles más en gravísimas dificultades para seguir abiertas, estos disparates intervencionistas de corte totalitario son lo que menos falta hace para ayudar a los trabajadores y a las trabajadoras a mantener su empleo y a los desempleados y desempleadas a conseguir uno. Son, más allá de su connotación siniestramente orwelliana, un torpedo a la línea de flotación de las empresas, al dificultarles todavía más mantener su actividad con costes añadidos e ineficiencias agregadas, impidiendo que los empleadores contraten a los trabajadores que necesitan por los precios que pueden pagarles, forzándoles a cautelas y sobrecostes innecesarios que evidentemente solo dificultarán que produzcan más y mejores bienes y servicios, contando con las personas que mejores rendimientos les proporcionen, independientemente de su sexo. Los empresarios, en general, contratan a quienes necesitan para ganar dinero con su empresa, que para eso la crean y sostienen, y el mercado de trabajo les suministra la oferta disponible, en precio y cantidad, para ese fin: contratarán hombres o mujeres, más o menos especializados, en proporciones dependientes sobre todo del sector de actividad de su empresa, y obligarles a ignorar el mercado laboral y llevar a cabo discriminaciones por razón de sexo ajenas a la eficiencia solamente redundará en peores rendimientos y, a la postre, menos empleo, para ellos y para ellas. O sea, lo contrario de lo que supuestamente pretenden las titulares de Trabajo e Igualdad.

Alguien podría decir que este disparate ministerial es precisamente un efecto perverso de las cuotas de sexo en el Gobierno, pero si tenemos en cuenta que el dislate está avalado por el doctor Sánchez, que no está ahí por cuota, que se sepa, no es probable que la causa eficiente sea solo una “razón de género”. La explicación ha de ser más compleja. Una hipótesis posible es que los socialistas, en general, y los podemitas, en particular, desconocen las leyes y mecanismos elementales de la economía y piensan que la riqueza ni se crea ni se destruye, solo cambia de manos (¡ejem!, sin señalar, oiga, que diría Pablo). O que, como apuntaba Thomas Sowell, “La primera lección de la economía es la escasez: nunca hay bastante de algo como para satisfacer plenamente a todos aquellos que lo deseen. La primera lección de la política es hacer caso omiso de la primera lección de la economía”. Es posible que sea eso, pero quién sabe;  la perspectiva podemizada del mundo siempre resulta sorprendente.